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B. Vizcaíno

Ponferrada

El panadero

Domingo por la mañana: café y periódico mientras la gente pasa charlando. De repente alguien se dirige a mi, es mi oportunidad de hablar con alguien. Será de las pocas personas que se levantan a las tres de la mañana del perezoso domingo, para trabajar. Qué duro el trabajo del panadero, de hecho hay muy pocos panaderos jóvenes, otra de tantas cosas de nuestra cultura, que se van borrando como las huellas de la playa cada tarde. Habiendo congeladores y máquinas, ¿a quién le importa ya que esa hogaza estuviera trabajada por las sabias manos del que lo lleva haciendo una vida?

No me acuerdo, por más que lo intento, recordar cómo empezó la conversación, ah, sí, sí. Me ofreció un cantuccini, un dulce de almendra típico de Italia. Tras eso, comentarios acerca de la cocina italiana, el pan, los horarios, y los países. El panadero no nació en la panadería, ni siguió con el negocio familiar. Pero nació panadero, y lo fue allí donde vivió: Italia, Alemania, España,...Se llevó idiomas y recetas de todos los lugares, y algo más. Pero parece que ya viajó bastante, su pelo blanco y sus curtidas manos merecen una vuelta a casa, después de ni se sabe cuánto.

Hay una chica joven en la panadería de veintitantos, que atiende sin descanso y con mucha simpatía. Yo escucho y observo en asiento de primera fila: ahora cóbrame la empanada, ahora dame una hogaza subida, esa no que está muy tostada, bueno no, ponme una barra de cuarto. A cómo son los preñaos...Y ella: cómo la quiere? Aquí tiene, muchas gracias. Son ochenta céntimos, por favor. ¿Probó la de acelgas y ternera?...

Viene una señora y se introduce en nuestra animada conversación. Dice que cuando la guerra fueron unos moros a vivir a la casa de al lado, y se tumbaban en el prau a descansar, y que luego, las vacas, no pastaban donde ellos habían estado. ¿Qué tendrán?, dice, ajena  al hecho de que lleva una sandía en su bolsa, y unos albaricoques, gracias a ellos, y lo mismo con los números del papel que sostiene en la mano mientras paga el pan. Luego dice que gracias a Franco hoy se puede ir a la iglesia, que si no, no quedaría una en pie. Ahí pido con desesperación que alguien me cobre, suficiente por hoy. El panadero me guiña el ojo y se despide.

Sin embargo, hoy es domingo, y he vuelto al teatro. He recibido un cariñoso saludo, del panadero, y de la panadera. Hacían, él empanadas, ella leche frita. De repente unos comentarios en alemán, unas risitas y un abrazo cariñoso. Hoy me explicaron otra receta, y entró otra señora. Esta vez preguntó por el Señor Facundo y su esposa. La chica le explica que se retiraron, y que él llevaba ya un tiempo haciendo el pan allí, así que se quedaron con la panadería, y la hicieron cafetería (para mi distracción). Voy montando el puzzle mentalmente, pero espero la próxima función, el domingo que viene, al módico precio de lo que cuesta un café, aquí sí, ochenta céntimos.

Calor en Ponferrada

Ayer me enamoré.

Lo llevaba viendo todo el año, pero no lo había mirado, nunca me había parado a observarle. Lo miraba de reojo, sin más. Pero el otro día nada más pasar por su lado le eché una sonrisa insinuante. No es de las veces que más guapo estaba: de rojo y verde. Todas dicen que de blanco está precioso. A mi me gusta así, brillante y sofocado, subido de tono. Y sólo consigo ver lo que la tapia me deja, pero para mi es suficiente, me imagino el resto, tan perfecto como lo que conozco, seguro. Y me pregunto una y otra vez desde que me robó el corazón: ¿de quién será el suyo? ¿De quién será ese cerezo tan perfecto y eufórico, tan saludable y fértil?

La higuera, que ya se creía dueña de mis atenciones, que cada vez que me acerco a olerla y a ver cómo crecen las brevas, se mece para que admire su poderío, se pone triste ahora. Envidiosa, celosa, femenina. Porque las mujeres cuando estamos tristes no nos marchitamos, nos ponemos exultantes por puro despecho.  Y yo paso por su lado y bajo la cabeza vergonzosa, sin dejar de pensar en mi infidelidad. Sin embargo, por el rabillo del ojo la observo y quizás mañana me acerque a olerla de nuevo, y  pasaré por la calle del cerezo sin levantar la vista siquiera, porque no me ofrecerá ni una sola de sus cerezas y yo ni una más de mis sonrisas.