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B. Vizcaíno

Calor en Ponferrada

Ayer me enamoré.

Lo llevaba viendo todo el año, pero no lo había mirado, nunca me había parado a observarle. Lo miraba de reojo, sin más. Pero el otro día nada más pasar por su lado le eché una sonrisa insinuante. No es de las veces que más guapo estaba: de rojo y verde. Todas dicen que de blanco está precioso. A mi me gusta así, brillante y sofocado, subido de tono. Y sólo consigo ver lo que la tapia me deja, pero para mi es suficiente, me imagino el resto, tan perfecto como lo que conozco, seguro. Y me pregunto una y otra vez desde que me robó el corazón: ¿de quién será el suyo? ¿De quién será ese cerezo tan perfecto y eufórico, tan saludable y fértil?

La higuera, que ya se creía dueña de mis atenciones, que cada vez que me acerco a olerla y a ver cómo crecen las brevas, se mece para que admire su poderío, se pone triste ahora. Envidiosa, celosa, femenina. Porque las mujeres cuando estamos tristes no nos marchitamos, nos ponemos exultantes por puro despecho.  Y yo paso por su lado y bajo la cabeza vergonzosa, sin dejar de pensar en mi infidelidad. Sin embargo, por el rabillo del ojo la observo y quizás mañana me acerque a olerla de nuevo, y  pasaré por la calle del cerezo sin levantar la vista siquiera, porque no me ofrecerá ni una sola de sus cerezas y yo ni una más de mis sonrisas.

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